sábado, 25 de julio de 2015

¡Vamos a la playa, calienta el sol!


  Esta semana llegó el momento de coger todos nuestros bártulos veraniegos, meterlos a presión en el coche y dejar que el navegador del móvil nos llevase a algún destino con olor a mar y a protector solar. Aprovechando que tenía la playa a tiro de piedra, y como lo mío no es eso de extender la toalla y torrarme al sol, decidí probar y atreverme a hacer surf. Era uno de esos planes que se ven pospuestos por la fría rutina del invierno y que colocamos en el cajón de los "algún día", junto con otros proyectos que están a la espera de que los saquemos de ahí, de que los empujemos fuera de la incertidumbre del futuro y los plantemos en la certeza del presente.


  Como os decía, siempre me ha picado el gusanillo de probar este deporte (y sí, lo admito, las series y películas tienen mucho que ver en todo esto) y nunca me he alegrado tanto de lanzarme a hacer algo. Me cansé, y mucho, y tengo varios moratones prueba de mis caídas pero de alguna manera, cada vez que terminaba las clases con unas agujetas que no podía ni abrocharme sola el cinturón de seguridad, me iba con una sensación de felicidad y de relajación que no hacían otra cosa que engancharme más y más a la sensación de estar encima de la tabla. Y es que, hay algo mágico en eso de estar metida en el mar, mirar hacia la playa, verla casi vacía y dejarse mecer por el oleaje al ritmo de la tranquilidad de la mañana.

  Pero no todo en las vacaciones fue surfear, también había que hacer un poco de turismo. Ir a aquellos pueblecitos costeros que guardan en sus calles historias de pescadores que nunca conoceremos, de amas de casa que se levantaban al amanecer para encender la cafetera y de niños que corrían para llegar a la playa antes que sus amigos y gritar: ¡gané!.

Combarro.
   Cuando la semana de vacaciones terminó y volvíamos a casa con más arena en las alfombrillas del coche de la que le hubiese gustado a mi padre, me dí cuenta de que todo lo que habíamos hecho durante esos días tenía un denominador común: el mar. Ese conjunto de agua que siempre nos ha intrigado y en el que buceamos para buscar respuestas escondidas en sus oscuras profundidades. Del que envidiamos su poderosa determinación porque, aunque le cueste siglos, no hay nada que él no pueda erosionar. Quizá nos hipnotiza porque vemos algo de nosotros en él: esa capacidad para mostrar al mundo una capa superficial que brilla bajo el sol, y esconder bajo ella nuestra propia oscuridad.


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